Discurso
pronunciado por Camus cuando se le entregó el Premio Nóbel de Literatura en
Estocolmo en 1958
Publicado por Isaías Garde
Al recibir la distinción con que
vuestra libre academia ha querido honrarme, mi gratitud es tanto más profunda
cuanto que mido hasta qué punto esa recompensa excede mis méritos personales.
Todo
hombre, y con mayor razón todo artista, desea que se reconozca lo que él es o
quiere ser. Yo también lo deseo. Pero al conocer vuestra decisión me fue
imposible no comparar su resonancia con lo que realmente soy. ¿Cómo un hombre
casi joven todavía rico sólo de dudas, con una obra apenas en desarrollo,
habituado a vivir en la soledad del trabajo o en el retiro de la amistad,
podría recibir, sin cierta especie de pánico, un galardón que le coloca de pronto,
y solo, en plena luz? ¿Con qué estado de ánimo podría recibir ese honor al
tiempo que, en tantas partes, otros escritores, algunos entre los más grandes,
están reducidos al silencio y cuando, al mismo tiempo, su tierra natral conoce
incesantes desdichas?
Sinceramente
he sentido esa inquietud y ese malestar. Para recobrar mi inquietud y este
malestar. Para recobrar mi paz interior me ha sido necesario ponerme a tono con
un destino harto generoso. Y como me era imposible igualarme a él con el sólo
apoyo de mis méritos, no ha llegado nada mejor, para ayudarme, que lo que me ha
sostenido a lo largo de mi vida y en las circunstancias más opuestas: la idea
que me he forjado de mi arte y de la misión del escritor. Permitidme que,
aunque sólo sea en prueba de reconocimiento y amistad, os diga, con la
sencillez que me sea posible, cuál es esa idea.
Personalmente,
no puedo vivir sin mi arte. Pero jamás he puesto ese arte por encima de toda
otra cosa. Por el contrario, si él me es necesario, es porque no me separa de
nadie y que me permite vivir, tal como soy, al nivel de todos. A mi ver, el
arte no es una diversión solitaria. Es un medio de emocionar al mayor número de
hombres ofreciéndoles una imagen privilegiada de dolores y alegrías comunes.
Obliga, pues al artista a no aislarse; muchas veces he elegido su destino más
universal. Y aquellos que muchas veces han elegido su destino de artistas
porque se sentían distintos, aprenden pronto que no podrán nutrir su arte ni su
diferencia sino confesando su semejanza con todos.
El
artista se forja en ese perpetuo ir y venir de sí mismo a los demás;
equidistantes entre la belleza, sin la cual no puede vivir, y la comunidad, de
la cual no puede desprenderse. Por eso los verdaderos artistas no desdeñan
nada; se obligan a comprender en vez de juzgar, y sin han de tomar un partido
en este mundo, este sólo puede ser el de una sociedad en la que según la gran
frase de Nietzsche, no ha de reinar el juez sino el creador, sea trabajador o
intelectual.
Por
lo mismo, el papel del escritor es inseparable de difíciles deberes. Por
definición, no puede ponerse al servicio de quienes hacen la historia, sino al
servicio de quienes la sufren. Si no lo hiciera, quedaría solo, privado hasta
de su arte. Todos los ejércitos de la tiranía, con sus millones de hombres, no
le arrancarán de la soledad, aunque consienta en acomodarse a su paso y, sobre
todo, si lo consintiera. Pero el silencio de un prisionero desconocido, basta
para sacar al escritor de su soledad, cada vez, al menos, que logra, en medio
de los privilegios de su libertad, no olvidar ese silencio, y trata de
recogerlo y reemplazarlo para hacerlo valer mediante todos los recursos del
arte.
Ninguno
de nosotros es lo bastante grande para semejante vocación. Pero en todas las
circunstancias de su vida, obscuro o provisionalmente célebre, aherrojado por
la tiranía o libre de poder expresarse, el escritor puede encontrar el
sentimiento de una comunidad viva, que le justificara a condición de que
acepte, en la medida de lo posible, las dos tareas que constituyen la grandeza
de su oficio: el servicio de la verdad y el servicio de la libertad. Y pues su
vocación es agrupar el mayor número posible de hombres, no puede acomodarse a
la mentira y a la servidumbre que, donde reinan, hacen proliferar las soledades.
Cualesquiera que sean nuestras flaquezas personales, la nobleza de nuestro
oficio arraigará siempre en dos imperativos difíciles de mantener: la negativa
a mentir respecto de lo que se sabe y la resistencia a la opresión.
Durante
más de veinte años de una historia demencial, perdido sin recurso, como todos
los hombres de mi edad, en las convulsiones del tiempo, sólo me ha sostenido el
sentimiento hondo de que escribir es hoy un honor, porque ese acto obliga, y
obliga a algo más que a escribir. Me obligaba, esencialmente, tal como yo era y
con arreglo a mis fuerzas, a compartir, con todos los que vivían mi misma
historia, la desventura y la esperanza. Esos hombres -nacidos al comienzo de la
primera guerra mundial, que tenían veinte años a tiempo de instaurarse, a la
vez, el poder hitleriano y los primeros procesos revolucionarios, y que para
poder completar su educación se vieron enfrentados luego a la guerra de España,
la segunda guerra mundial, el universo de los campos de concentración, la Europa
de la tortura y las prisiones -se ven obligados a orientar sus hijos y sus
obras en un mundo amenazado de destrucción nuclear. Supongo que nadie
pretenderá pedirles que sean optimistas. Hasta que llego a pensar que debemos
ser comprensivos, sin dejar de luchar contra ellos, con el error de los que,
por un exceso de desesperación, han reivindicado el derecho y el deshonor y se
han lanzado a los nihilismos de la época. Pero sucede que la mayoría de
nosotros, en mi país y en el mundo entero, han rechazado el nihilismo y se
consagran a la conquista de una legitimidad. Les ha sido preciso forjarse un
arte de vivir para tiempos catastróficos, a fin de nacer una segunda vez y
luchar luego, a cara descubierta, contra el instinto de muerte que se agita en
nuestra historia.
Indudablemente,
cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo,
que no podrías hacerlo, pero su tarea es quizá mayor. Consiste en impedir que
el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida en la que se mezclan
revoluciones fracasadas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos y las
ideologías extenuadas; en la que poderes mediocres, que pueden destruirlo todo,
no saben convencer; en que la inteligencia se humilla hasta ponerse al servicio
del odio y de la opresión, esa generación ha debido, en sí misma y a su
alrededor, restaurar, partiendo de sus amargas inquietudes, un poco de lo que
constituye la dignidad de vivir y de morir. Ante un mundo amenazado de desintegración,
en el que nuestros grandes inquisidores arriesgan establecer para siempre el
imperio de la muerte, sabe que debería, en una especie de carrera loca contra
el tiempo, restaurar entre las naciones una paz que no sea la de la
servidumbre, reconciliar de nuevo el trabajo y la cultura y reconstruir con
todos los hombres una nueva Arca de la alianza. No es seguro que esta
generación pueda al fin cumplir esa labor inmensa, pero lo cierto es que, por
doquier en el mundo, tiene ya hecha, y la mantiene, su doble apuesta en favor
de la verdad y de la libertad y que, llegado al momento, sabe morir sin odio
por ella.
Es
esta generación la que debe ser saludada y alentada donde quiera que se halla
y, sobre todo, donde se sacrifica. En ella, seguro de vuestra segura
aprobación, quisiera yo declinar hoy el honor que acabáis de hacerme.
Al
mismo tiempo, después de expresar la nobleza del oficio de escribir, querría yo
situar al escritor en su verdadero lugar, sin otros títulos que los que
comparte con sus compañeros de lucha, vulnerable pero tenaz, injusto pero
apasionado de justicia, realizando su obra sin vergüenza ni orgullo, a la vista
de todos; atento siempre al dolor y la belleza; consagrado, en fin, a sacar de
su ser complejo las creaciones que intenta levantar, obstinadamente, entre el
movimiento destructor de la historia.
¿Quién,
después de esos, podrá esperar que el presente soluciones ya hechas y bellas
lecciones de moral? La verdad es misteriosa, huidiza, y siempre hay que tratar
de conquistarla. La libertad es peligrosa, tan dura de vivir como exaltante.
Debemos avanzar hacia esos dos fines, penosa pero resueltamente, descontando
por anticipado nuestros desfallecimientos a lo largo de tan dilatado camino.
¿Qué escritor osaría, en conciencia, proclamarse predicador de virtud? En
cuanto a mí, necesito decir una vez más que no soy nada de eso. Jamás he podido
renunciar a la luz, a la dicha de ser, a la vida libre en que he crecido. Pero
aunque esa nostalgia explique muchos de mis errores y de mis faltas, indudablemente
me ha ayudado a comprender mejor mi oficio y también a mantenerme,
decididamente, al lado de todos esos hombres silenciosos, que no soportan en el
mundo la vida que les toca vivir más que por el recuerdo de breves y libres
momentos de felicidad y esperanza de volverlos a vivir.
Reducido
así a lo que realmente soy, a mis verdaderos límites, a mis deudas y también a
mi fe difícil, me siento más libre para destacar, al concluir, la magnitud y
generosidad de la distinción que acabáis de hacerme. Más libre también para
deciros que quisiera recibirla como homenaje rendido a todos los que,
participando en el mismo combate, no han recibido privilegio alguno y, en
cambio, han conocido desgracias y persecuciones. Sólo me resta daros las
gracias, desde el fondo de mi corazón, y haceros públicamente, en prenda de
personal gratitud, la misma y vieja promesa de felicidad que cada verdadero
artista se hace a sí mismo, silenciosamente, todos los días.
Albert Camus,
"La misión del escritor", en Antología de visionarios implacables,
Buenos Aires, Mutantia, pp.20-23
13/10/08
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