CALLÉMONOS MARÍA
Más que centenaria. Cuando nació aún no
se aprobaba la Ley del Registro Civil. Edad indefinida la de la abuela.
Murió en la paz de su vida, dicen, que posiblemente a los ciento nueve
años. Recuerdo que mi tía abuela Bernarda decía, "la Mariita nació
por el 60" (1860), murió la abuela en 1980.
Vaya a saber uno. Recuerdo que nos
contaba la abuela "a mi taitita lo escondían cuando aparecían los
godos".
Cada vez que la visitábamos nos
regalaba un desayuno pampino, dos huevos fritos, un bife de lomo, papas fritas un cerro,
cebolla frita también, medio litro de café con leche, y dos marraquetas, si el
hambre era mayor, le agregaba "ropita vieja", es decir comidas
quedadas la noche anterior.
Cuando murió la abuela, se hizo un
inventario de sus escasas posesiones: mesas, sillas, sofá, las estatuas
de un gato y una niña con una cesta de frutas en la cabeza, adornitos diversos
en tal cantidad y de una antigüedad increíble, manteles bordados pulcramente en
rococó y punto de cruz, otros tejidos a crochet hermosísimos y
albos como niñas pálidas sin sangre.
También una tina de mármol de Carrara
dicen que se la regaló el Barón de la Riviere. Un piano de tiempos de Mary
Castaña cargado de un olor antiguo y picante, obsequio del "loco"
Almeida. Dicen que la abuela tuvo una hermosa voz de soprano. Lo que sí
no podemos olvidar de ella era su sensualidad, su picardía espontánea y esa
sutil ironía que despellejaba las pieles más duras. Mujer cabal hasta la última
arruga que condecoraba su cuerpo de hembra fuerte.
Una cocina de fierro fundido, la
carnicera que colgaba desde el techo, no faltaban las trenzas de ajos, las
ristras de cebollas, lonjas de charqui y tocino ahumado. Por cierto todo
casero. Una mesa inmensa como para un centenar de comensales.
Antecedieron a la muerte de la abuela
María, con tiempo y distancia respectiva, la de sus siete maridos.
Cabalísticamente siete, siete amores como siete de corazones que se fueron
torcidos en el recuerdo de las noches más ardientes que la abuela vivió.
Uno a uno tomó el camino final con la sonrisa más amplia.
Cada vez que hubo un asomo de discusión
o algún mal entendido, cuando todos opinaban atropelladamente, o vociferaban,
reclamando que la de cada cual era la opinión acertada, la abuela que era sabia
- cuando los demás venían, ella ya iba de vuelta- ella que lo sabía todo, decía
socarronamente: "callémonos María", y continuaba haciendo sus cosas.
Por cierto, no podemos olvidar
esa cocina de la abuela, mujer de campo criada en Las Cabras, allá por
Llallauquén, y que por esos avatares de la vida se vino a vivir a pleno
desierto en las alturas de Chuquicamata, la ciudad de cobre, la
"Carnalavaca" de Andrés Garafulic, ubicada en "Las tierras
Rojas", allí fue "La tumba del Chileno" al decir de Marcial
Figueroa, o el "Estado Yanqui" como lo denominara Latcham.
Es Chuquicamata donde la vida del
minero reptaba en barracas insalubres, mansardas infectas, inmundos subsuelos.
Donde los niños morían como moscas y donde una vez trabajó Jan Valtin,
autor de la novela "La noche quedó atrás". Novela a la que F. D.
Roosevelt calificara como "El libro más terrible y más sensacional
que he leído en este siglo."
A causa del bajo salario que tenía el
abuelo, o que tuvieron los abuelos, en fin, que diablos, lo real es que ganaban
miserias los mineros en esos años dorados de "Chuqui". La
abuela Maria instaló una pensión donde acudían a comer, una gran cantidad de
trabajadores. Famosos los ajiacos de la abuela, esa sopa criaturera
que se consume especialmente para componer la caña, después de una
regada noche de ingesta de vino.
Después de todo, bueno es en la mañana
un suculento ajiaco preparado con charqui (carne seca, de res o caballo),
harta cebolla que se fríe con ajos, orégano, morrón, pimienta, cilantro,
perejil y comino, para enrojecer, nada mejor que ají de color (pimentón o
paprika), se agrega por cierto papas en rodajas. Al caldo humeante, al
momento de servir se le agrega un huevo sin batir.
Como aperitivo es bueno un clery
heladito, (vino blanco con bebida gaseosa de frutas).
Siempre miro la cocina de la abuela,
ahora es un bello adorno que recuerda buenos tiempos. Los adornos de
cobre que dicen fundidos en
Chuquicamata. Esa Chuquicamata que no existe más, ha quedado enterrada
bajo toneladas de tierra y piedras, es solo un nombre más en la toponimia de la
desolación que tanto abunda en la pampa del Tamarugal y en el desierto de
Atacama. Como decía Fernando Alegría, "si muere un pueblo en el
norte,/ con arena lo tapan."
EL MIRON DE LA CALLE
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