miércoles, 23 de julio de 2014

El Mirón de la calle - Callémonos María

CALLÉMONOS MARÍA

Más que centenaria. Cuando nació aún no se aprobaba la Ley del Registro Civil. Edad indefinida la de la abuela.   Murió en la paz de su vida, dicen,  que posiblemente a los ciento nueve años.  Recuerdo que mi tía abuela Bernarda decía, "la Mariita nació por el 60" (1860), murió la abuela en 1980.

Vaya a saber uno. Recuerdo que nos contaba la abuela  "a mi taitita lo escondían cuando aparecían los godos".

Cada vez que la visitábamos nos regalaba un desayuno pampino, dos huevos fritos, un bife de lomo, papas fritas un cerro, cebolla frita también, medio litro de café con leche, y dos marraquetas, si el hambre era mayor, le agregaba "ropita vieja", es decir comidas quedadas la noche anterior.

Cuando murió la abuela, se hizo un inventario de sus escasas posesiones: mesas, sillas, sofá,   las estatuas de un gato y una niña con una cesta de frutas en la cabeza, adornitos diversos en tal cantidad y de una antigüedad increíble, manteles bordados pulcramente en rococó  y punto de cruz, otros tejidos a crochet  hermosísimos y albos como niñas pálidas sin sangre.

También una tina de mármol de Carrara dicen que se la regaló el Barón de la Riviere. Un piano de tiempos de Mary Castaña cargado de un olor antiguo y picante, obsequio del "loco" Almeida. Dicen que la abuela tuvo una hermosa voz de soprano.   Lo que sí no podemos olvidar de ella era su sensualidad, su picardía espontánea y esa sutil ironía que despellejaba las pieles más duras. Mujer cabal hasta la última arruga que condecoraba su cuerpo de hembra fuerte.

 Una cocina de fierro fundido, la carnicera que colgaba desde el techo, no faltaban las trenzas de ajos, las ristras de cebollas, lonjas de charqui y tocino ahumado.   Por cierto todo casero.  Una mesa inmensa como para un centenar de comensales.

Antecedieron a la muerte de la abuela María,  con tiempo y distancia respectiva, la de sus siete maridos. Cabalísticamente siete, siete amores como siete de corazones que se fueron torcidos en el recuerdo de las noches más ardientes que la abuela vivió.   Uno a uno  tomó el camino final con la sonrisa más amplia.

Cada vez que hubo un asomo de discusión o algún mal entendido, cuando todos opinaban atropelladamente, o vociferaban, reclamando que la de cada cual era la opinión acertada, la abuela que era sabia - cuando los demás venían, ella ya iba de vuelta-  ella que lo sabía todo,   decía socarronamente: "callémonos María", y continuaba haciendo sus cosas.

Por cierto, no podemos olvidar  esa cocina de la abuela, mujer de campo criada en Las Cabras, allá por Llallauquén, y que por esos avatares de la vida   se vino a vivir a pleno desierto en las alturas de Chuquicamata, la ciudad de cobre, la "Carnalavaca" de Andrés Garafulic,  ubicada en "Las tierras Rojas", allí fue "La tumba del Chileno" al decir de Marcial Figueroa, o el "Estado Yanqui" como lo denominara Latcham.

Es Chuquicamata donde la vida del minero reptaba en barracas insalubres, mansardas infectas, inmundos subsuelos.   Donde los niños morían como moscas y donde una vez trabajó Jan Valtin, autor de la novela "La noche quedó atrás". Novela a la que F. D. Roosevelt  calificara como "El libro más terrible y más sensacional que he leído en este siglo."

A causa del bajo salario que tenía el abuelo, o que tuvieron los abuelos, en fin, que diablos, lo real es que ganaban miserias los mineros en esos años dorados de "Chuqui".   La abuela Maria instaló una pensión donde acudían a comer, una gran cantidad de trabajadores.  Famosos los ajiacos de la abuela, esa sopa criaturera   que se consume especialmente para componer la caña, después de una regada noche de ingesta de vino.

Después de todo, bueno es en la mañana un suculento ajiaco  preparado con charqui (carne seca, de res o caballo), harta cebolla que se fríe con ajos, orégano, morrón, pimienta, cilantro, perejil y comino, para enrojecer, nada mejor que ají de color (pimentón o paprika), se agrega por cierto papas en rodajas.   Al caldo humeante, al momento de servir se le agrega un huevo sin batir.

Como aperitivo es bueno un clery  heladito, (vino blanco con bebida gaseosa    de frutas).

Siempre miro la cocina de la abuela, ahora es un bello adorno que recuerda buenos tiempos.   Los adornos de cobre que dicen fundidos en Chuquicamata.  Esa Chuquicamata que no existe más, ha quedado enterrada bajo toneladas de tierra y piedras, es solo un nombre más en la toponimia de la desolación que tanto abunda en la pampa del Tamarugal y en el desierto de Atacama.   Como decía Fernando Alegría, "si muere un pueblo en el norte,/ con arena lo tapan."   


EL MIRON DE LA CALLE


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