LA MESA REDONDA - De los archivos del Mirón de la calle
La casa
de la tía Mime era muy popular entre la parentela atroz. Para nadie era un
misterio que dos eran las especialidades culinarias con que agasajaba a la
salvaje tribu parenteril. Ese exquisito pescado azafranado y rodeado de
especias, la nunca olvidada hoja de laurel y una infaltable taza de vino para bañar el pescado preparado a
la parrilla.
Arroz graneado con
curry. La mesa incitaba. Esa enorme y descomunal mesa redonda, donde los
camelot eran muy especiales. Una octavilla de malandrines de enumerados hasta
el uno. Tres hembras y cinco machos. Entre la primera y la última había una
diferencia exacta de ocho años. Completaban los espacios de la mesa de puro
pino oregón, circundada por banquetas especiales también de la misma preciada
madera.
Como toda casa
llena de chiquillos, la mezcolanza de olores era increíble desde la aromática
que emergía de la cocina y esa mezcla entre cremas, perfumes, aguas de colonia
y mierda con que se manejaba la limpieza de los pequeños bribones. Vestidos con
los más estrafalarios restos de ropas.
Solamente una, la
mayor, de una palidez de ballena extraviada y ojos plomos. Vestía pulcramente y
con finas ropas, calzaba zapatos "Tommy", la mejor marca, calzones
bordados y siempre olía a "Soir de París". Y hoy pareciera que huele
a trementina y meriñaque.
Cuando la niña fue
mayor, coleccionaba en la parte de atrás del WC, en una especie de repisita,
los trapos con sangre de la menstruación. Hay que hacer notar que junto a ese
WC crecieron con fuerza muy hermosos un olivo y un granado, cuyos frutos bien
abonados eran la delicia de la tribu.
Solía yo aparecer
por ahí, cada vez que había esas delikatessen de pescado, o las no menos
deliciosas anchoas al aceite, o sardinas españolas al tomate. Me fascinaban los
sándwiches de albacora para la hora del té con canela a media tarde. La mesa
era el centro de las más formidables algazaras, risas, llantos y gritos
ensordecedores de niños.
Mi tío al que
apodaban "John Wayne", con una paciencia de santo de yeso, soportaba
estoicamente a sus retoños. Sin angustiarse, menos acalorarse y bramar como
toro, miraba a su prole y movía la cabeza. La tía Mime ponía la nota del grito
desgarrado y los simulados ataques al corazón: "estos niños me matan y tú
no hacís nada" le gritaba a mi tío, quien muy ceremoniosamente comía tres
jureles de una sentada, y tomaba un litro de té con canela. El tío vivió hasta
los noventa años, la tía hasta los ochenta y ocho.
La mesa redonda de la cocina
era también el escritorio donde los niños más tarde, cuando ingresaron a la
escuela, hacían sus tareas. Y bueno, entre los cuadernos y útiles a veces solía
encontrarse algún restillo de las fabulosas comidas de la tía.
La mesa redonda era el centro
de la preparación de las comidas y tortas.
Pero, donde los transeúntes de
la calle Sucre con 14 de Febrero se paraban a mirar consternados, era cuando la
tía Mime, amarraba a toda la parvada con cordeles y estos podía corretear por
la acera de la casa, mientras la tía en su enorme sillón, tejía o remendaba
ropa.
Era en las tardes
de verano generalmente cuando salían los "los niños perros" como les
decían, porque estaban todos amarrados de la cintura para que ninguno escapara,
tomara las de Villadiego y de pronto se pegara un encontronazo con algún móvil
y los aplastara como a cucarachas. Así la tía prevenía los accidentes y mantuvo
con vida a sus hijos hasta que estos pudieron valerse solos.
La tía y el tío, vivieron lo
suficiente para ver una poblada de nietos alterando la vida anciana que
llevaron tranquilamente.
Hasta casi sus últimos días la
tía Mime brindó también para nuestro gusto su exquisita torta moka con un
menjunje compuesto de mantequilla, huevos, café y leche, y sobre este
espolvoreaba nueces. Más que seguro que del abuso en comer la rica repostería
de la tía es que de siempre me tortura la diabetes mellitus.
Los primos emprendieron los más
variados caminos, ocuparon espacio y trabajaron en Europa, Asia y América del
Norte. Las primas aportaron chilenos y sus hijas continúan en esa misma faena.
Y… ya ven, la vida solaz de una
pareja como fue la que formaron la tía Mime y "John Wayne". Él murió
días después del aluvión y la tía le sobrevivió un tiempito más. Lo notable
fue, que para sacarla de su casa, ubicada en la parte alta de los cerros de la
cordillera de la costa, hubimos de conseguir una grúa para bajar su ataúd, ella
que nos decía "no como nunca niño"… murió pesando casi 200 kilos.
El Mirón de la
Calle.
14-12-2008 Publicado
en el blog El Conventillo
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