Que siempre
pasaban por las noches los ágiles de la "comisión", no era novedad.
Tomaban y comían gratis para enfrentar las amanecidas, silenciaban algún
"parte" a expendios clandestinos de bebidas alcohólicas, o no faltaba
en alguna pieza por ahí donde algunas niñas ejercían su profesión de
trabajadoras del sexo, y la muchachada varonil hacia filas en las sombras. Y
ellos sin hacer fila entraban de los primeros, los privilegios de la
"ronda" para que reine la paz y la seguridad ciudadana.
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Los de la
comisión, ni nadie se dio cuenta en que momento se desencadenó la tragedia, y
la tremenda embarrá que quedó, gritos despavoridos, alaridos subhumanos de las
féminas y ... los hombres desaparecieron como por encanto.
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A dibujar
los contornos de la muerte, lejos de cualquier metáfora, la noche daba
dentelladas de oscuridad como una especie de lápiz carboncillo.
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Como cuenta
la fatalidad, su tenebrosa amiga la muerte entra en el juego. Ocurrió, porque
debía ocurrir, el atroz delito. La dejó -Juan de Dios- a su amante tirada en la
catrera. El hombre, impulsado por los celos, se vengó de ella dándole un feroz
navajazo que casi le separa la cabeza. Una imagen inquietante.
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A doña
Eufrasia le dio soponcio, dolor de tabas, como que se había encogido de
repente, hasta el moño se le soltó, y no entendía que eso fuera a ocurrir en su
"ordenado" cité de la calle Serrano 739.
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Cometido el
tenebroso homicidio, Juan de Dios Paz Bueno, huyó hacia la pampa ocultándose
entre las antiguas salitreras abandonadas. Enfebrecido por el calor casi de 45º
a la sombra, sin agua y semi desfallecido, desvariaba pensando en la Lucinda,
lo linda que era que formaban rueda para verla... ya... eso es del tango. Si
era linda, hermoso cuerpo, piernas torneadas unas caderas cinceladas y el busto
una delicada muestra de la mano de Dios en la perfección, viejo pillo también
pegabas sus corridas de mano. Siempre se le veía a la Lucinda con su vestidito
de popelina celeste, y nunca dejó de usar sostenes y calzones del mismo color
del vestido, delantal y sus trenzas negras.
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Encargado de
las pesquisas fue el sargento 2º Domingo Farías Arjona. Por un momento me dejó
entrar al escena del crimen y vi a tendida boca abajo a la Lucinda Aravena, con
los vestidos subidos y los glúteos expuestos tal como la dejó tirada el canalla
del Juan de Dios, pude observar, al mover el sargento el cadáver para taparlo
con una frazada, el terrible corte que casi le separó la cabeza. Era una frágil
muñeca rota. Domingo Farías, el sargento, selló la puerta para que nadie
entrara esperando al juez de turno.
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Como era
medio día nos fuimos para "El Rancho Alegre" pedimos un bisté a lo
pobre, por cierto lomo vetado, papas, cebollas y dos huevos fritos para cada
plato. No podía faltarnos una botellita de vino Tocornal ese que se bebía por
convicción y doctrina. Se nos adelantó una ensalada surtida de lechuga, tomate,
palta, arvejas, betarraga y dos lonjas de jamón planchado. Saciada el hambre no
sin antes apurar una botellita más, acompañé al sargento en el vehículo
policial un Chrysler 108 A modelo 1929. Lo último en vehículo. Tomamos la
cuesta del Salar del Carmen y llegamos como a las 17 horas a la salitrera
Chacabuco donde pasamos la noche.
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Si bien es
cierto, que en el día el calor agobia y llega hasta casi 50º, por la noche baja
el frío gélido de hasta 1º bajo cero. Antes de meternos al sobre para dormir,
apuramos un guindado casero hecho con aguardiente de Ñipas, licor traído hasta
estas tierras desde el sur a más de 1500 kilómetros de distancia. Seguramente
el viaje daba al aguardiente un espíritu alcohólico especial más el toque de
guindas secas y almíbar, pero mijita re linda si daba gusto hasta pasarle la
lengua, no me mire así, pasarle la lengua al vaso. Mire que a usted le pasaría
la lengua por todo el territorio.
La mesera me
miraba con sus ojitos de corderillo llameante. No se cómo la pasaría el
sargento Farías lo que es yo, abrigadito estuve con piel tierna al lado.
Temprano
tomamos el auto policial y endilgamos a las intrincadas ondulaciones pampinas.
El Chrysler llegó a una empinada cuesta donde se podía observar una profunda
calichera, en que Juan de Dios se ocultó, optando por suicidarse. Bajamos con
dificultad, el señor Nataniel Muñoz secretario del juzgado optó por quedarse
arriba, estaba muy nervioso el hombre, por la terrible visión de lo ocurrido
hacía pocos momentos, el cuerpo estaba casi en la misma posición de la
asesinada por Paz, pero, aquí no se apreciaba cabeza alguna, Paz se metió un
tiro de dinamita en la boca y lo hizo estallar repartiendo la cabeza y parte
del tórax entre los calichales.
La navaja
con la que Juan de Dios había asesinado a su mujer, estaba tirada a unos
cuantos metros del cadáver de éste. Tras los trámites legales el cadáver fue
entregado a los familiares del occiso, y por cierto en el conventillo, donde el
desate de lenguas de las viejas de allí más las de toda la cuadra hubo de
soportar la familia de la bella Lucinda Aravena que recibió a su finada con
estoico dolor...
Aproveché el
momento, invité a mi pieza al sargento Farías a comer unos porotos con
chunchules preparados por ña Eufrasia, y dos botellas de vino tinto para pasar
el ajetreo del día.
El Mirón de
la calle. Publicado en el blog El Conventillo
29/09/08
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